domingo, mayo 28, 2006

en la alcoba.- tercera y última entrega



La seis de la mañana. No puedo seguir en esta cama infesta que deglute mi cuerpo sin compasión. Me consume cada noche y se lleva lo mejor de mí. Se lleva mi inspiración, casi siempre nocturna para entregarme, a cambio, un sentimiento matinal de suciedad y aislamiento del grupo. Soy vomitado por los muelles desagradables que no me dejan descansar en paz, como muerto, durante algunas horas. Ansiado placer: dormir de seguido.

Me incorporo, tratando de no hacer mucha fuerza contra el camastro para evitar la punzada metálica de los muelles. Aterrizo en el suelo, primero con los pies. No creo en esas estupideces del pie derecho o el izquierdo. Como todas las mañanas, lo primero, ritualmente, es analizar el estado de las cosas generado la noche anterior. Esta noche ha entrado rocío por el ventanuco y el viento ha tirado algunos papeles de la camilla. Como no tengo criados, el brasero no está preparado. Ni tampoco el desayuno. Ni las ropas limpias, planchadas y recién perfumadas con las que alguna vez he soñado.

El suelo está muy frío. Lo recuerdo frío, pero no así, tanto. Sí recuerdo que apagué la luz temprano. Sé que me vieron, que fui espiado desde el comienzo. Ayer fue viernes. Por la noche, fue viernes por la noche. A mí el vino me gusta tomarlo a solas, el vino y yo. Esta práctica tiene ciertos riesgos, cuyos efectos voy a obviar por evidentes. Sin embargo, ellos acostumbran a hacerlo todo en manadas. Por eso no descarto que los espías de ayer fueran las viejas que viven justo en frente. Qué pensarán de mí ni lo sé ni de momento me interesa. Yo estudio a Sartre y a Camus, primero muy amigos, luego enemigos y finalmente muertos. Pensar que no se hablaron durante años, qué desgracia...Ellos... Tan racionales. ¿Qué será entonces de mí? Me voy a poner a pensar. Mientras, que las viejas hagan lo que quieran. ¡Pobres! Seguro que llevan horas trabajando en algún taller clandestino de la ciudad y piensan en lo que comentarán durante la cena, a base de caldos acuosos y colas de pescado hervidas, de lo visto ayer. En realidad, no tendrán nada que decirse, todas vieron lo mismo. Exactamente lo mismo. ¡Pobres!

Me visto sin pensar y salgo de éste apartamento turbio. Ya en la calle, me doy cuenta de algunas cosas: se me ha olvidado desayunar, la camisa que llevo está húmeda, se quedó en el suelo bajo el ventanuco, no llevo el abrigo y, además, no he cogido las monedas. Ellos no me saludan al pasar a su lado por la acera, salvo el chico de los periódicos, que sigue fiándome el diario de cada mañana. Sabe que no va a cobrar, y yo sé que no le podría pagar. A cambio, no le falta el vino que me sobra tres veces por semana. Sabe que odio apurar el contenido de las botellas. Nunca hemos hablado salvo para el saludo automático y aséptico. Creo que me estima y que intuye la racionalidad que guía mi trayectoria, todavía no reconocida. Y es que algún día, cuando muera, me concederán algún galardón de esos a la europea, a cuya entrega hay que acudir de etiqueta. Todos iguales, absurdo. Nos dan un premio por lo diferente y extraordinario de nuestra obra y, sin embargo, la irracionalidad, objeto de mis más sangrientos combates, tan común, os lleva a ocultaros tras estandarizadas telas monocromáticas. ¿De qué tiene miedo también esta otra gente? Si se trata de miedo al ridículo, es ridículo y, si se trata de miedo a la diferenciación, es contradictorio.

Esta es mi rutina, doctor. Creo que no se me olvida nada importante. Créame, señor, no estoy loco. Yo solo he alcanzado, en años de estudio y pensamientos, más conclusiones y teorías que toda la pobre gente que sobrevive a esta ciudad infame.

Además le digo, doctor, que ése día, en que reciba el galardón, aunque ya muerto, me acordaré de todos ustedes. También de usted, doctor. Y lloraré porque, de acuerdo a lo que usted me dice, doctor, no habré sido tan diferente a los demás. Usted me dice que todas las personas se intuyen aisladas en el mundo: motas de polvo, sí, pero motas diferentes, con un propio plan de actuación que los demás deberían comprender y estimar. Usted miente doctor, ¿o es que usted no se da cuenta de que yo soy de verdad diferente a los demás seres que me rodean? Ellos son lo que ellos creen normal. Sin embargo, ¿qué son, doctor? No son sino pobres irracionales. Son pobres por irracionales. Doctor, ¡pobres! ¡Pobres! ¡Pobres! ¡Irracionales!

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