domingo, mayo 28, 2006

en la alcoba.- primera parte

El suelo está más frío que ayer por la noche. No recuerdo haber sentido el suelo tan frío al acostarme. Sí recuerdo sentarme sobre la cama, vestido y abrigado. El frío ha sido la principal causa de mi falta de inspiración estos últimos meses.

Me había desenfundado el chaquetón de tejido sintético, heredado de un pariente insípido, que, hecho una bola, lancé hacia la silla junto al ventanuco de la habitación.

Desde niño siempre me he desvestido de acuerdo al método que me enseñara mi madre. ¡Un movimiento rápido! y el pantalón ya estaba afuera, yaciendo arrugado a los pies de la cama. La imagen es patética: Yo dentro de unos de mis calzoncillos blancos, arropado por unos de los pares de calcetines de hilo rojo de Escocia, y dignificado aparentemente bajo cualquiera de mis camisas grisáceas o verduscas, como militares, abotonadas hasta el cuello.

Prendas deshidratadas, desteñidas y deshumanizadas con los años y, sobre todo, por la colada de la señora Manuela, siempre expedita y contenta entre las ropas y jabones de todo el vecindario. Luego hablaremos de esta señora Manuela.

Los calzoncillos, tan ridículos y útiles como siempre, salen cuidadosamente, rozándome las piernas sin pelo hasta los tobillos. Siempre me ha gustado dejar preparada la ropa interior para el día siguiente después de quitármela por la noche. Por la mañana, la sensación de limpieza me ayuda a ver el día algo más luminoso y halagüeño. Doblo los calzoncillos en una operación meticulosa que consiste en tres pliegos perpendiculares. Los dejo a mi lado, siempre por la izquierda, alejados de la almohada. Después de los calzoncillos: uno de esos pares rojos de calcetines perennes, mi prenda más valiosa y preciada. Aunque, sinceramente, nunca logro recordar dónde los compro. Los mando a la colada de Manuela, cada tres días de uso.

Apareo los calcetines todavía frescos, o más bien húmedos. Los doblo hacia adentro, en un paquetito inseparable y cómodo. Los tomo junto a los calzoncillos y los dejo sobre una mesilla de noche barnizada con betún que todavía apesta la habitación los días en que hay humedad.

Ya soy libre de cintura hacia abajo. Brisa de luz de calle entra por el ventanuco y me alivia y me limpia de sudores, ahora ya fríos.

Abotonadas hasta el cuello, las camisas son la parte más odiada de todo el proceso hacia la desnudez. No consigo desabotonar el cierre del cuello a la primera. Como todas las noches que me desvisto para dormir, termino levantándome y camino hasta el espejo alicatado en la pared, junto al lavabo, aquí, en la misma habitación, donde duermo, leo, escribo y cocino desde hace más de una década. Pero el espejo es difícil para mí. Un movimiento hacia la derecha significa la realidad hacia la izquierda. Desabrochado el botón de la izquierda especular, la decepción viene de la mano de la conciencia de haber desabrochado el de la derecha. Además, a la inversa también sucede. De vuelta a por el botón izquierdo, un infierno para un diestro cerrado. Parece un milagro conseguir descamisarme cada noche frente al espejo. Y por ello doy gracias a dios. Aunque de dios hablaremos después, junto a la señora Manuela. Dejo la camisa en cualquier parte, casi siempre en el suelo.

El siguiente paso es ir a buscar el pijama: magnífica prenda en dos piezas, de raso negro, que contrasta violentamente con el paisaje agreste donde vivo. Tengo que recorrer los cuatro pasos del largo de la habitación hasta llegar al armario. Abro la puerta de dos hojas. A la izquierda: latas de conserva, pan de molde y botellas de vino; a la derecha: cuatro camisas zurcidas por la santa Manuela, calzoncillos, calcetines de hilo rojo de Escocia y las perchas vacías para el pantalón y el chambergo de tejido sintético.

No hay comentarios: