domingo, mayo 28, 2006

en la alcoba.- segunda parte

Yo sé que se me ve desnudo a través de la ventana. Pero no tengo miedo de enseñar mis pudores. Creo que nadie debería mirar por las ventanas en busca de vida tras otras ventanas más tarde de la media noche. Intento ser lo que la gente convencional denomina un purista. Se trata de una tendencia hacia el comportamiento racional, lejano necesariamente de la realidad preocupada y sudorosa por la comida en el plato y el trabajo que sirve para conseguirla. Esta alteración de mi comportamiento normal comenzó de manera consciente, no como mi propia actitud ante las cosas y la perplejidad que me causaban, sino como una declaración de intenciones, ajena también a mí mismo. Todo fue pura forma. Yo quería ser un convencional purista en mi acción, consecuente y consciente de ella en todo momento; responsable de mis actos no como expresión de mi caridad religiosa, de la que siempre he dudado, o compromiso con la masa social, sino como efecto de la cómoda consecuencia de inocuidad de mis actos para conmigo y con lo racional y puramente correcto. Por esta razón, no me preocupa ser observado por los vecinos de las ventanas de enfrente a esas horas en que duermen los niños.

No miren ustedes por sus ventanas en busca de determinados objetos en determinadas circunstancias porque corren ustedes el riesgo de encontrar lo que buscan, y, entonces, hipócritamente ustedes denunciarán lo que han visto: ese espectáculo indecente y abominable de seres actuando de forma reprochablemente racional. Visiones y experiencias terribles.

Algún vecino se ha quejado alguna vez de la duración de la operación hacia mi desnudez; dicen que les molesta la luz. Tonterías de vieja, estoy convencido de que duermen como cochinos a pesar de la luz artificial desde la bombilla de cuarenta vatios que llena mi chambre, como decimos en Francia. No estoy dispuesto a ceder a sus pretensiones. Son ellos, y vosotros, que me rodeáis todos, sucios y aburridos, los que no deberíais intentar respirar la luz de mi bombilla. Nadie os ha invitado ni os asiste derecho alguno a disfrutar de mi espectáculo.

He decidido apagar la luz para que los francovisualizadores no puedan verme mover por la habitación. Ni siquiera creo que sean capaces de intuir la dirección de mis pasos, eso no les preocupa. Creo que no voy a ir a por el pijama. Voy a mandar un mensaje a la humanidad de este barrio, de noche, ahora. Sin darme cuenta, me noto a mí mismo corriendo hacia la ventana, con ímpetu desconocido. Tropiezo con una botella de vino español en el suelo. Y me caigo. Es la puta oscuridad la que me hace esto. Son mis vecinos los causantes. Me levanto, enfurecido, creo, hacia la luz que se cuela por mi odiado ventanuco. Trato de pensar cómo actuarían estos humanos preocupados en mi situación. Creo que gritarían enfadados y se acordarían de viejos parientes. Ya delante de la ventana decido no gritar. Los miro pero, a oscuras, ellos no me ven, aunque siguen mirando, por si acaso descubrieran alguna nueva barbaridad.

Ahora soy consciente de que ni siquiera he llegado a despreciarlos nunca. ¡Pobres!

Sigo con la luz apagada. Creo que, posiblemente, éste sea el mejor momento del día. Caminar desnudo en la noche, bajo el techo de yeso a medio desprender de la alcoba, sin más preocupación que encontrar el pijama de raso. Cuatro pasos y llego al armario, sin pérdida. Hoy superaré el cupo diario de pasos nocturnos, aunque no me preocupa en exceso.

Desde que me he quitado los calcetines, al comienzo de esta tragicomedia inventada --y es que sigo teniendo la sensación de estar olvidando algunos detalles-- he andado descalzo por la habitación, de la cama al espejo y del espejo al armario. Normalmente tardo en encontrar el pijama un par de minutos. Primero, lo estiro contra mi cuerpo y luego lo agito en el aire con los brazos por fuera del ventanuco en movimientos contra el alcanfor del armario. Y me lo pongo. No me gusta abrocharme la camisa del pijama: Quiero ser libre de noche. Al menos intentarlo. Al menos de noche. Este es un claro ejemplo de uno de esos pensamientos naïve que me ayudan a conciliar el sueño. ¡Qué naïve! Naïve por ingenuo y genial, pero ya no soy un niño. Ahora, éste es un claro ejemplo de uno de esos pensamientos que me arrancan del sueño. De repente, un pensamiento naïve y duermo. De repente también un pensamiento contaminado por lo real y despierto triste. El frío está siendo la principal causa de mi agitación en las últimas semanas.

Vuelvo para cerrar el armario. Bebo un trago de vino, directamente de la botella, como en verano. Luego camino de vuelta hacia la cama. De nuevo, la distancia de cuatro pasos cortos. En total, veinte pasos todas las noches, descalzo, por la alcoba, antes de acostarme. Cinco trayectos rutinarios e imprescindibles. De la cama al espejo, del espejo al armario, del armario al ventanuco, otra vez al armario y del armario a la cama. Cinco trayectos de cuatro pasos. El suelo siempre está frío. En verano, frío. En invierno, más frío.

Antes de entrar en la cama me limpio los pies con las manos, tengo que quitarme todo el polvo y los pizcos adheridos a las plantas de mis pies en los veinte pasos anteriores. Aunque logro deshacerme de los residuos más contundentes, mis pies siempre se quedan negros por la noche. Negros, pero limpios. Y me meto en la cama. Intentaré dormir sin interrupción hasta las siete.

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