El reencuentro ha sido complicado. Fúnebre y letal. Las miradas, cruzadas en el infinito. Conversación continua pero heterogénea, casi absurda. La decepción ha sido absolutamente impactante. Años de desencuentro y ahora, de repente, en tres días se desvanecen todas las esperanzas de rehabilitar una relación que ambos conocemos pero que no fructificó nunca. Hace tres días, por la mañana, yo era el mismo de siempre, soñando y creyendo en un reencuentro perfecto, como en una pintura de Chagall, onírico. Pero a la tarde, en la estación de ferrocarril, una nube densa y veloz trae frente a mí, apenas a cincuenta centímetros, a la mujer que quise de joven y que aún más he querido durante estos años de ausencia.
Estatuas en la estación, reencontradas. Un saludo cortés e inerte, suficiente para apuñalar los últimos diez años de planes e ideas, perfectas hasta hoy. No ha vuelto para encontrarse conmigo. Ni siquiera para encontrarse con otro hombre, algún señor honorable y formal, apetecible. Ha vuelto para encontrarse consigo misma. Viene a procurar su auto-reencuentro, con la mujer que nunca ha sido y que sólo puede hallar dentro de mí. Ha vuelto para psicoanalizarme, a convencerse de lo buena que realmente es. Decidida a todo, mi vida, invariable y gris, cómoda, corre peligro. Mi psique avanza temerosa sobre un hilo que pende a trescientos metros del suelo; y con mi psique, cuestionada y escrutada salvajemente, mi estado de ánimo.
Estoy anclado a mi pasado, a mis recuerdos, que no constituyen sabiduría sino meras sensaciones y reminiscencias de tiempos anteriores. Soy consciente de mi tendencia depresiva. Soy débil, lo sé. Débil y maleable, casi por cualquiera. Apiádate de mí, mujer. Déjame morir en paz. Yo te lo puedo decir: tú has sido buena, tan buena como ni siquiera tú puedas imaginar, pero déjame. Vete, por favor, y dile al mundo que me suicidé por ti, por tu vuelta, que fuiste y has sido la causante de todos mis males, inseguridades y frustraciones. Tú, el fruto más dulce que jamás pude probar.
Estatuas en la estación, reencontradas. Un saludo cortés e inerte, suficiente para apuñalar los últimos diez años de planes e ideas, perfectas hasta hoy. No ha vuelto para encontrarse conmigo. Ni siquiera para encontrarse con otro hombre, algún señor honorable y formal, apetecible. Ha vuelto para encontrarse consigo misma. Viene a procurar su auto-reencuentro, con la mujer que nunca ha sido y que sólo puede hallar dentro de mí. Ha vuelto para psicoanalizarme, a convencerse de lo buena que realmente es. Decidida a todo, mi vida, invariable y gris, cómoda, corre peligro. Mi psique avanza temerosa sobre un hilo que pende a trescientos metros del suelo; y con mi psique, cuestionada y escrutada salvajemente, mi estado de ánimo.
Estoy anclado a mi pasado, a mis recuerdos, que no constituyen sabiduría sino meras sensaciones y reminiscencias de tiempos anteriores. Soy consciente de mi tendencia depresiva. Soy débil, lo sé. Débil y maleable, casi por cualquiera. Apiádate de mí, mujer. Déjame morir en paz. Yo te lo puedo decir: tú has sido buena, tan buena como ni siquiera tú puedas imaginar, pero déjame. Vete, por favor, y dile al mundo que me suicidé por ti, por tu vuelta, que fuiste y has sido la causante de todos mis males, inseguridades y frustraciones. Tú, el fruto más dulce que jamás pude probar.
sorel en berlin.